La tierra se expresa por medio de los árboles, con un idioma propio, diferente en cada país, región o hábitat. Las especies originarias de un lugar son la esencia, el alfabeto básico de este lenguaje que nos permite interpretar el estado del paisaje, comprender las infinitas formas en que se manifiesta la naturaleza y recorrer, en fin, los misterios del bosque que han sustentado la mitología, la espiritualidad, la poesía o el desarrollo material de los pueblos.
Del mismo modo que el analfabeto no puede descifrar los
papeles, carteles y señales y es incapaz, por tanto, de conducir o desenvolverse
con soltura en nuestro mundo civilizado, quien no puede reconocer los árboles
de su entorno, es verdaderamente un extraño en la tierra. Se adentrará con la
temeridad el necio en la espesura de los espinos, dejará pendientes los
exquisitos borrachinos en el madroño y los deliciosos arilos del tejo.
Si desconoces su idioma, el bosque será para ti siempre una
incógnita, mas cuando aprendas a leer la escritura de las hojas, hongos,
huellas, hierbas y cortezas, jamás serás ya un extranjero por los senderos. Los
setos, las riberas y los árboles serán para ti un libro abierto de hojas
fragantes y vivas. Despertarás a un mundo antiguo, grande y risueño.
Muchas veces se ha dicho que la cultura de un pueblo se mide
por su respeto hacia los árboles, también, podríamos añadir, por el
conocimiento de los mismos.
La identificación, que a principio resulta, sin duda,
laboriosa, constituirá luego un reconocimiento natural: a veces, por la simple
tonalidad del árbol, por su postura o por su peculiar forma de moverse en la
aparente quietud. A partir de aquí, el goce es indescriptible, ilimitadas las
posibilidades de aprender y ahondar nuestra relación con el árbol.
Ignacio Abella
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